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intensidad de su odio mortal contra los mormones, tal pasión tenía una rival que le consumía
del mismo modo. Juana Withersteen tuvo un momento de triunfo, antes de que alborease una
extraña inquietud.
En el bosquecillo de álamos, en el sendero iluminado por la luz de la luna, ella reunió
de pronto, una noche, todo su valor; se volvió hacia Lassiter, apoyándose casi en él, y
mirándole a los ojos le dijo
-¡Lassiter!... ¿Queréis hacerme un gran favor?
A la luz de la luna vió Juana cómo cambió el ajado rostro, adquiriendo la dureza de la
roca. Sin embargo, ella buscó con las manos las dos pistoleras, y cuando hubo asido las frías
culatas, tembló todo su cuerpo.
-¿Me permitís que os quite las pistolas?
-¿Para qué? -preguntó él, y por primera vez su voz era dura. Juana sintió que sus
fuertes y ásperas manos asíanla por las muñecas y se inclinó hacia él, medio atraída, para
mirarle a los ojos.
-No es capricho..., no es un deseo tonto de mujer..., es un anhelo que nace de mi
corazón... ¡Dejad que os las quite!
-¿Por qué?
-Quiero evitar que matéis más hombres... mormones. Quiero que me dejéis salvaros
de la maldad..., de ese deseo de verter sangre...
-La verdad salió balbuciente de sus labios-. Es preciso... que me ayudéis... a cumplir
mi promesa a Milly Erne. Juré..., cuando estaba muriendo..., que si algún día alguien viniera
a vengarla..., detendría su mano. Tal vez solamente yo puedo salvar... al hombre... que...
que... ¡Oh Lassiter!.... presiento que, si no puedo cambiaros, pronto saldréis para matar..., y,
por instinto, entre los mormones, mataréis a aquel que... que:.. ¡Lassiter, si soy algo para
vos..., permitidme que yo misma os quite las armas!
Como si las manos de ella fuesen las de una niña, Lassiter las soltó y, apartándola, la
miró con aterrador sentimiento de comprensión, y desapareció por entre las sombras del
bosquecillo.
Cuando pasó la primera sorpresa de su inútil súplica, Juana definió la fría y tácita
condenación expresada por él, y, su rápida marcha, más que como negativa a su ruego,
como confusión y amargura porque ella había tratado de engañarle. Después de reflexionar
largamente y recordar todas las acciones de Lassiter, estaba segura de que volvería y la
perdonaría. Aquel hombre no podía ser duro con una mujer, y Juana dudaba que tuviera
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Librodot Los jinetes de la pradera roja Zane Grey
energía suficiente para permanecer alejado de ella. Mas temía ahora que el punto en que
esperaba hallarle vulnerable estuviese a prueba de toda persuasión. La férrea voluntad y
decisión que desde un principio sospechara en él había surgido al fin como infranqueable
barrera. Sin embargo, si Lassiter continuaba en Cottonwoods, ella jamás cejaría en su empeño
de transformarlo. Estaba decidida a ello aunque tuviera que renunciar a todo, excepto a la
esperanza de ganar el Cielo. Mormona apasionada, había, sin embargo, rehusado casarse con
Tull; mas de la situación en que ahora se encontraba había surgido la diamantina luz del
deber religioso en su más alta acepción. Y durante aquella noche de insomnio, atribulada por
el temor y la duda, Juana Withersteen llegó finalmente a la convicción de que, si era preciso
entregarse a Lassiter para que éste cumpliera el mandamiento «No matarás», cumpliría un
deber.
A la mañana siguiente esperó a Lassiter a la misma hora, pero no se atrevió a ir ella
misma al patio y mandó a Fay. La señora Larkin estaba enferma y requería grandes cuidados.
Al parecer, la madre de la pequeña había empeorado desde que se trasladó a la mansión de
Withersteen, y hallábase a punto de morir. Juana había confiado en que la ausencia de
preocupaciones y penas, y una buena alimentación, lograrían restablecer la quebrantada salud
de la señora Larkin, pero no sucedió así.
Cuando Juana salió, por fin, al patio, estaba Fay sola en él, jugando con el agua del
arroyo.
De pronto llegó el ruido de cascos de caballo. No era el alegre sonido de los cascos de
Campanilla cuando llegaba Lassiter, sino un ruido más fuerte y. pesado, en el que Juana no
reconoció a ninguno de sus corceles. Era el obispo quien llegaba, y su aparición sobresaltó a
la joven. Dyer desmontó rápidamente, y al penetrar en el patio interior pisó fuerte y recio,
mostrándose autoritario y furioso. Su aspecto recordó a Juana a su padre.
-¿Esa es la gol" de la Larkin? -preguntó con aspereza, sin saludar.
-Es la hija de la señora Larkin -- repuso Juana lentamente.
-Me han dicho que piensas educar a la niña.
-Sí.
-Naturalmente, le darás educación mormona...
-¡No!
Las preguntas habían sido rápidas. Ella tenía la sensación de que otra persona
respondió por ella, lo cual le asombró.
-He venido para decirte unas cuantas cosas muy serias. - Y la contempló de arriba
abajo, con ojos graves.
Juana Withersteen idolatraba a aquel hombre. Desde temprana edad habíanle
enseñado a amarlo y reverenciarlo como obispo de su Iglesia. El obispo Dyer había sido
durante diez años amigo y consejero íntimo de su padre y, durante un período más largo aún,
amigo y confesor de ella. La interpretación de su credo, sus actividades religiosas, su creencia
en los misterios y santas verdades del mormonismo, todo lo cifraba en aquel obispo. Para
Juana, el obispo Dyer venía después de Dios. Era el portavoz de Dios en la pequeña
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