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espejo azul. Era bastante malo ver dos imágenes de sí mismo en un espejo común; las
imágenes gemelas, Haig y Haig, sólo que ahora ésa era ya una broma gastada y uno de
los motivos por que iba a coger ese tren. Iba a... Por Dios, borracho o sobrio viajaría en
ese tren.
Sólo que esa frase también tenía un tono de inquietante familiaridad.
¿Cuántas veces?
Fijó la mirada en un vaso lleno hasta la cuarta parte y a la vez siguiente estaba lleno
hasta la mitad y Walter decía:
 Señor Haig, tal vez es un incendio, un gran incendio; se vuelve demasiado brillante
para ser una aurora. Saldré un segundo.
Pero Haig permaneció en el taburete y cuando volvió a mirar, Walter estaba de nuevo
detrás de la barra y manipulaba los botones de la radio.
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 ¿Es un incendio?  preguntó Haig.
 Tiene que serlo. Pondré el noticiero de las diez y cuarto y lo averiguaré.  La radio
emitía música de jazz, un clarinete agudo e inquieto sobre los bronces enmudecidos y los
agitados tambores . Estará dentro de un minuto; es en esta estación.
 Estará dentro de un minuto...  Estuvo a punto de caer mientras bajaba del
taburete . ¿Entonces son las diez y catorce?
No esperó respuesta. El suelo pareció inclinarse ligeramente mientras se dirigía hacia
la puerta abierta. Sólo unos pocos pasos y estaría en la estación. Podría alcanzarlo;
realmente podría alcanzarlo. De repente era como si no hubiese bebido una sola gota y
su mente estuviese despejada como el cristal, al margen de que sus pies trastabillaran. Y
los trenes rara vez partían al minuto exacto y Walter pudo decir «en un minuto»
refiriéndose a tres, dos o cuatro minutos. Existía una posibilidad.
Cayó en los escalones pero se levantó y continuó, perdiendo unos pocos segundos.
Pasó junto a la taquilla  podría comprar el billete en el tren  y atravesó las puertas de
atrás hasta el andén, las vías y el farol trasero rojo de un tren que se alejaba a pocos pero
irremediables metros de distancia. Diez, cien metros. Se perdía.
El jefe de estación estaba al borde del andén y miraba el tren que se alejaba.
Debió de oír las pisadas de Haig; dijo por encima del hombro:
 Es una pena que lo haya perdido. Era el último.
Súbitamente Haig vio el lado gracioso del asunto y empezó a reír. Simplemente era
demasiado ridículo para tomarse en serio la estrechez del margen por el cual había
perdido ese tren. Además, habría uno temprano. Lo único que tenía que hacer era volver
a la estación y esperar hasta que... preguntó:
 ¿A qué hora sale el primero de mañana?
 Usted no lo entiende  respondió el jefe de estación.
Se volvió por primera vez y Haig vio su rostro contra el cielo carmesí y flameante.
 No lo entiende  repitió . Ese era el último tren.
NO SUCEDIÓ
Aunque él no podía saberlo, Lorenz Kane estaba perdido desde el día que atropelló a
la muchacha de la bicicleta. La perdición propiamente dicha pudo haberle alcanzado en
cualquier parte, en cualquier momento; dio la casualidad de que sucediera en los
camerinos de un teatro de variedades una noche de finales de septiembre.
Por tercera vez en una semana había presenciado la actuación de Queenie Quinn, la
primera bailarina del espectáculo, una actuación digna de presenciarse, en verdad.
Vestida sólo con tres minúsculos pedazos de cinta azul, estratégicamente colocados,
Queenie, una rubia de elevada estatura y cuerpo de ninfa, había terminado su último
número de la noche y acababa de desvanecerse entre bastidores, cuándo Kane pensó
que una actuación privada de Queenie, en su apartamento de soltero, no sólo sería
mucho más agradable que una actuación en público, sino que indudablemente le
produciría placeres mucho mayores. Y como el número final, en el que Queenie, en su
calidad, de estrella, no debía aparecer, estaba empezando en aquel momento, decidió
que era la ocasión ideal para hablar con ella a fin de conseguir una actuación particular.
Salió del teatro y bajó rápidamente por el callejón hasta la puerta de entrada de los
artistas. Un billete de cinco dólares hizo que el portero le dejara entrar sin dificultades y al
cabo de un minuto llamaba con los nudillos a la puerta de un camerino decorado con una
estrella dorada. Una voz preguntó: «¿Sí?» No tenía intención de hacer su oferta a través
de una puerta cerrada, y conocía lo bastante la jerga utilizada entre bastidores para saber
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la única pregunta que haría suponer a la muchacha que él era alguien relacionado con el
mundo del espectáculo que tenía una razón de peso para querer verla con. urgencia.
 ¿Está visible?  inquirió.
 Un momento  respondió ella, y después, al cabo de un minuto escaso  : Adelante.
El entró y la vio en pie frente a sí, envuelta en una bata de color rojo vivo que ponía de
relieve sus hermosos ojos azules y su cabello rubio. Saludó y se presentó, después de lo
cual empezó a explicar los detalles de la proposición que quería hacerle.
Estaba preparado para una cierta resistencia inicial o incluso una negativa y dispuesto
a mostrarse persuasivo incluso, si era necesario, hasta el punto de ofrecerle una suma de
cuatro cifras, que desde luego sobrepasaría los ingresos semanales de ella  hasta era
posible que sus ingresos mensuales  en un teatro de variedades tan pequeño cómo
aquél. Pero en vez de escucharle razonablemente, ella empezó a gritarle como una arpía,
lo cual ya era bastante ofensivo; pero después cometió la gravísima equivocación de dar
un paso adelante y cruzarle la cara de una bofetada. Fuerte. Le dolió.
El perdió la paciencia, retrocedió un paso, sacó su revólver y le disparó al corazón.
Después salió del teatro, y cogió un taxi para volver a su apartamento. Tomó unas
cuantas copas para tranquilizar sus nervios comprensiblemente agitados y se fue a la
cama. Estaba durmiendo profundamente cuando, un poco después de medianoche, llegó
la policía y le arrestó por asesinato. El no comprendió nada.
Mortimer Mearson, que probablemente, por no decir sin duda alguna, era el mejor
abogado criminalista de la ciudad, regresó al edificio del club a la mañana siguiente
después de una temprana partida de golf y encontró un recado en el que se le pedía que
telefoneara a la juez Amanda Hayes en cuanto pudiera. La telefoneó inmediatamente.
 Buenos días, Señoría  dijo . ¿Ocurre algo?
 Ocurre algo, Morty; Pero si tienes libre el resto de la mañana y puedes dejarte caer [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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